jueves, 23 de abril de 2009

LA LUZ EN LA PINTURA.
Junto con el color y la perspectiva es uno de los grandes pilares de toda obra pictórica. Cuando contemplamos cualquier escena real, observamos una iluminación determinada; esto es así porque si no, veríamos sólo oscuridad y negrura. Pero la iluminación puede revestir infinitas formas diferenciadas que indefectiblemente condicionan el resultado final de la escena representada y, por tanto, nuestra percepción de la misma.
En una primera gran división podemos clasificar la luz en un cuadro como luz natural o artificial. La primera reproduce lo más fielmente posible las condiciones reales de la luz solar. La segunda utiliza iluminación eléctrica o faroles o velas para crear poderosos efectos de claroscuro, destacando mucho lo deseado y dejando en acusada penumbra lo demás.
Al igual que en todos los aspectos susceptibles de investigación, la técnica de la luz ha ido mejorando con el tiempo. Según su origen, existe una iluminación intrínseca, la llamada luz propia o autónoma, que es una luz homogénea, y otra extrínseca o luz iluminante, que incide en la composición de diversas maneras.
A lo largo de la historia del arte ha ido cambiando el gusto estético y con él el papel de la luz en los cuadros. Por ejemplo durante la Edad Media (Románico y Gótico) no encontramos más que luz propia en las obras. No existen efectos lumínicos ni luces direccionales ni contrastes de claroscuro.
Durante el Renacimiento los pintores investigan mucho para asemejar sus obras lo más posible a la realidad y por ello encontramos iluminación con contrastes, luces laterales, etc.
En el Barroco se busca lo teatral y efectista y por eso los contrastes entre luces y sombras son brutales, el llamado tenebrismo. Las luces artificiales aparecen iluminando dramáticamente lo que interesa, dejando en acusada penumbra lo que no.
ANÓNIMO. Fresco de los Apóstoles.







Ejemplo de luz propia o autónoma, es decir, la aplicación de contornos en negro y un relleno de colores, sin más preocupaciones. No hay efectos luminosos, no podemos hablar de luz natural o artificial porque en la época desconocían la técnica de representación de la luz y sus efectos. En la sencillez e ingenuidad encontramos el encanto y la gracia de esta obra románica del siglo XII.


PETER HURD. Eva de San Juan.


Verdadero estudio de la luz esta obra del norteamericano Hurd. Luz natural y artificial y un juego de contrastes muy sugerente. En primer plano la luz de una vela ilumina a la muchacha, especialmente su rostro y camisa mientras queda en penumbra su larga y negra cabellera. En un plano intermedio la luz artificial puede ser vista saliendo de la ventana de la casa mientras las copas de los frondosos árboles ponen el contrapunto de oscuridad. Finalmente, el plano del fondo recoge el atardecer, el sol se ha puesto y gradúa los colores del cielo, más claros cuanto más cerca del horizonte. Mira los detalles: jinete al galope levantando una polvareda, varias casas y luz de la vela a través de los dedos.






RENÉ MAGRITTE. La farola.

Maravillosa propuesta lumínica de este pintor surrealista del siglo XX. Resulta muy curiosa la profunda oscuridad de bosque, estanque y casa mientras el cielo se presenta claro y luminoso. La bella mansión tiene cerradas sus contraventanas salvo en dos ventanas del primer piso a la izquierda, pero el mayor impacto luminoso corresponde a la farola, que solitaria y aislada, rompe la oscuridad permitiéndonos ver la fachada y su reflejo en el estanque.





FRANCISCO DE GOYA. Fusilamientos de la Moncloa.

Fantástico contraste al aparecer la horrenda escena iluminada en contraste con un fondo casi absolutamente negro. Consigue de este modo Goya aumentar el dramatismo del momento y amplificar la tragedia de la que somos espectadores. Otra iluminación restaría intensidad a la imagen y edulcoraría el resultado. La luz proveniente de un farol, y por tanto artificial, resulta especialmente intensa en los patriotas españoles prestos a morir y concretamente en el personaje de camisa blanca, pantalón ocre y brazos levantados. La luz nos subraya la entereza y valentía de este hombre, símbolo de dignidad, mientras el pelotón de fusilamiento francés aparece en gris y sin rostros, una máquina de matar que choca con la humanidad de los condenados. Es un cuadro del siglo XIX y de estilo neoclásico.





CANALETTO. El bucentauro en Venecia.
Hablar de luz en la pintura es referirse forzosamente a Venecia, la luminosa capital adriática. Debido a su situación en una laguna litoral y a su configuración como una ciudad sobre cientos de islitas entre canales, la luz de Venecia es muy intensa y dorada. Esta circunstancia ha sido una constante en los pintores venecianos de diferentes épocas y estilos como Carpaccio, Giorgione, Bellini, Tiziano, Tintoretto y Canaletto.
Este último realizó una serie de vistas urbanas de su Venecia natal y en ellas observamos la riqueza lumínica que baña los edificios y los canales. En la obra expuesta son de destacar el palacio ducal, el campanario y la basílica de San Marcos, Santa María de La Salute y el Gran Canal. El cielo azul y la luz solar reflejada en el agua dan como resultado el espléndido aspecto luminoso con el que puedes deleitarte.



CAMILE PISSARRO. La costa de Hermitage.
Los impresionistas como Pissarro realizaron a partir de 1870 una asombrosa labor de investigación pictórica. Buscan la luz y el aire y para ello prescinden de los contornos y del color negro. Las pinceladas son pequeñas y sueltas y el resultado es que parece haber atmósfera en lo representado. Ni que decir tiene que les encantaba pintar al aire libre todo lo efímero y cambiante : el humo, el agua, las nubes, etc. Si te fijas en el cuadro, es muy destacable el contraste luces-sombras que consigue acentuar mucho los volúmenes y la sensación de realidad. Estamos ante una luz prodigiosamente conseguida, una luz de primavera y de una hora temprana, dada la prolongación.







VERMEER. Oficial y muchacha sonriente.
El genio barroco holandés reproducía como nadie los interiores de las mansiones de la burguesía de su país en el siglo XVII. La luz proviene de la ventana abierta a la izquierda y baña a la muchacha mientras el caballero aparece de espaldas y en sombra. La escena es muy intimista y la luz realza acusadamente la mesa, las sillas, la jarra, los trajes y el rostro con los dientes blanquísimos de la chica. Esta luz mágica crea una atmósfera delicada y distinguida, tan típica de los lienzos de Vermeer.
Este pintor, como todos los barrocos (Velázquez, Murillo, Rubens, Rembrandt, etc.) buceaba sobremanera en los fuertes contrastes de claroscuros y de colores.
El juego de luces y sombras sirve en este caso a Vermeer para profundizar en la psicología de los dos personajes. Al no ver el rostro del caballero dudamos de sus intenciones, mientras la dama muestra abiertamente su cara, lo que le da sinceridad y autenticidad. Cuesta creer que el autor de esta maravilla casi pasó desapercibido en su época y murió pobre, dejando en una situación económica delicada a su viuda, quien tuvo que malvender obras de su esposo para poder mantener a sus ocho hijos.


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